
«La vida se nos presenta tan próspera y hermosa cuando creemos sostener entre nuestras manos los hilos que controlan nuestro destino, que apenas logramos reparar en esos ínfimos detalles que la Providencia pone delante de nuestros ojos como un grito de advertencia ante las aciagas consecuencias que quedan por venir.
Cuando ya no hay espacio para la vuelta atrás, cuando el tiempo nos ha robado la esperanza de la salvación y las palabras de los sacerdotes no logran cosa distinta de alimentar aún más nuestra insoportable desdicha, es entonces que comprendemos que el destino no se rige por nuestros actos ni atiende a nuestras expectaciones; es entonces que adivinamos en la expiración la más extraordinaria de las redenciones; es entonces que tratamos de reconducir nuestros propósitos hacia la más insoportable y desconsoladora de las aceptaciones.
Pero no. Yo no lo haré. Yo no lo aceptaré. Mi ambición despiadada arrancó de su cuerpo la preciada vida que debería esperarle a mi pequeña Victoria. Mi sórdida avidez cercenó sin remedio el futuro de una criatura tan pura e inocente como una vez resultara el propio corazón de su madre.
Y todo esto, para qué. Todo esto, para qué.
Para obtener el poder.
Pero el poder, sobre qué. El poder, sobre qué.
El poder sobre mi destino, el poder sobre los que me rechazaron, sobre los que me ridiculizaron, sobre los que osaron violarme aquella fatídica víspera de Navidad.
Ahora marcho hasta los dominios de la misma muerte. Me introduzco en sus reductos ya olvidados por la creación, madrigueras propias de seres sin explicación. Pues debe ser ahí, debe ser ahí, donde mi pequeña Victoria se hallará esperando a que su egoísta madre la retorne a la vida desde las tinieblas adonde una noche la envió.
Ahora marcho hasta la muerte, y no la pienso aceptar».
—Carta de despedida a la temida Babarse, Madre de Brujas, manuscrita por una de sus más prometedoras discípulas. En Salem, año de 1634.