
«En el núcleo abierto de la urbe, plaza muerta del mutismo y el desamparo, un púlpito austero —tan frío y gris como los bloques ciegos que lo rodeaban desde la distancia— se posaba sobre una tribuna levantada encima de una pequeña loma de cráneos. Trabajando encima de éste, un maestro artesano labraba con dedicación entre sus largas y huesudas manos lo que otrora debió ser una indiferente calavera, y que ahora se había convertido en una joya de valor incalculable. Un rostro, cetrino y vacío, se dibujaba sobre la cabeza oblonga y lampiña del escultor; una cabeza que reposaba sobrepuesta entre dos amplios y elevados hombros que quedaban abrigados hasta el suelo a través de una pesada túnica negra. Su mirada severa de cuencas sin fondo quedaba fija sobre la filigrana mientras sus dedos rascaban con delicadeza la superficie del hueso. Aunque el Príncipe Esqueleto podría haber detenido la labor del artesano con sólo desearlo, sus propósitos quedaban mucho más allá de esa tumba de cemento con aspecto de ciudad.
El cielo sobre la urbe se percibía algodonado y burbujeante, bañado en su completitud por una suerte de nimbo escarlata a través del cual se filtraba con cierta cobardía la eterna noche creciente. Una fina llovizna de sangre parecía desprenderse del nubarrón, y sin embargo, no se alcanzaba a percibir gota alguna que lograra tocar el suelo».
—Sobre los Reinos de Yghaygha.