Introspección forzosa

«Otra de las vías de investigación en la que me hallo sumergido en la actualidad es en la que me he tomado la licencia de denominar como Introspección Forzosa.

¿Se ha preguntado alguna vez, amigo mío, qué sería de una mente a la que se le priva de toda estimulación sensorial desde su mismo nacimiento? Mis estudios me han llevado a la irrefutable conclusión de que el cerebro humano, ante la falta de información exterior que manipular, termina cediendo a una suerte de introspección obligada que lo traslada a un nuevo nivel de consciencia; un nuevo grado de cognición que debe preñar su psique de experiencias místicas y reveladoras.

Hará ya no menos de diez años que inicié el experimento, y aún me atrevo a aseverar que los resultados finales se convertirán en una revolución científica que me llevará hasta las cotas más altas de reconocimiento. 

Una vez que logré hacerme con el neonato a través de medios un tanto discutibles, me aseguré de tapar rigurosamente sus oídos con cera y envolver por completo su cuerpo en un grueso emplaste de tela y yeso que cambio con periodicidad a medida que el sujeto se va desarrollando.

No quiero adelantarle acontecimientos, mi estimado colega, pero creo que la paciente ya comienza a expresarse en una lengua muerta y que trata de revelarme secretos de la creación que quedaron relegados al olvido. Créame que de mis avances le mantendré adecuadamente informado».

—Extracto de una carta manuscrita por el polémico Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.

El mundo se me queda pequeño

«Fue justo cuando la muerte empezó a visitarme con regularidad que comprobé el alcance de las consecuencias de mis avances.

En el estudio sucede como en el sexo; sucede como en las drogas. Lo habitual se va volviendo poco a poco de una insipidez insoportable; se vuelve frío, anodino. No puedes evitarlo. Hoy subes el primer escalón; mañana pruebas con el siguiente. Al mes quieres ascender un peldaño más. ¿Uno? ¿Y por qué no dos? Cuando logras reparar en ello es justo cuando ya no puedes volver atrás, justo cuando resulta más sencillo llegar hasta la cumbre de la escalinata que descender hacia sus inicios.

Mi mente se retuerce con cada nueva página que mis ojos devoran. Mi cuerpo empieza a resentirlo, y con cada nueva herida que nace desde mi interior, un nuevo deseo se forja sobre su cicatriz.

Las estanterías del priorato se me han quedado pequeñas. Las de la catedral, también. Sus libros ya no me aportan nada, ya no abren en mi corazón nuevos caminos por los que expandir mis pasiones. 

Ahora noto la sombra del Santo Oficio oscureciendo la senda de mi destino. Oigo a sus sabuesos preguntar por mi nombre entre el resto del noviciado, escucho la envidia de mis hermanas disfrazada de ominosa vergüenza ante mis actos y mis indulgencias. 

Ha llegado el momento de partir. Mis anhelos necesitan una respuesta; una respuesta que se halla al otro lado de ese océano que condenó a los atlantes a quedar sometidos bajo sus aguas. 

Ya lo tengo todo preparado. Ahora sólo necesito encontrar a un nuevo mecenas que sea capaz de satisfacer mis insaciables necesidades».

—Del diario de Eloisse Duclaire, novicia en el Priorato de las Hermanas Celestinas de París, perseguida por herejía y dada por desaparecida en Julio de 1701

Perdóname, pedazo de mi vida

«Lo siento mucho, mi hermoso sol de primavera. Lo siento muchísimo.

¡Tenía que hacerlo! No podía hacer otra cosa. No podía ser de otro modo. ¿Y dejar a nuestro hijo a merced de esa sombra ciega e indisoluble? ¡Jamás!
Pero llevabas razón, corazón de mi vida. Llevabas toda la razón.

Y al final, lo hice.

El cáncer, por muy irremediable que resulte, por muy avanzado que se encuentre, por muy dispersoque se halle, no es más que un ligero desvío en el transcurso del imparable torrente de la vida; no es más que una simple mácula tumefacta en un lienzo todavía por culminar. Y como tal, sólo basta el conocer los mecanismos apropiados para lograr retornar las aguas a su cauce natural, para limpiar esa mancha purulenta que empapa el tapiz de nuestro destino.

Y lo hice. Al final, lo hice.

De madrugada subí a su habitación y lo bajé en silencio hasta el quirófano. Allí ya tenía oculta esa infame piedra negra que descubrí gracias a los secretos de aquel libro maldito. Le di un beso en la frente, le inyecté la dosis adecuada de anestésico y procedí a reemplazar su corazón por esa roca del color de las tinieblas.

En lo que nuestro pequeño acabó convertido créeme que no querrías saberlo, sólo puedo decirte que con el mismo bisturí que abrí su torso me vi obligado cercenar su yugular para lograr detenerlo.

Ahora ya descansa, tesoro mío. Ahora ya no sufre.

Perdóname, pedazo de mi vida. Perdóname. 

Prefiero abandonarte, prefiero huir, pues me resulta imposible volver a mirar sin vergüenza ese par de vidriosos zafiros que gastas en lugar de ojos.

Perdóname, pero me marcho. Me marcho de tu vida, y puede que también de la mía».

—Carta de despedida del Dr. Melvin Cradoux a su esposa después de la muerte del hijo de ambos, encontrado en insólitas circunstancias en uno de los quirófanos del hospital donde lidiaba contra un cáncer de carácter terminal. En Boston, Massachusetts, el 19 de Abril de 1976.

El amor correspondido

«Cuán bello es el amor cuando es correspondido; cuán reconfortante cuando es comprometido; cuán hermoso cuando se vuelve licencioso. Y sin embargo, eso sólo lo supe de oídas.

De pequeña era la gafotas. De adolescente, la empollona. De adulta, la introvertida; la tímida, la estrecha. 

Cuanto más trataba de acercarme a esos hombres que sin palabras me robaban el corazón, más tupido se volvía el velo de rechazo que levantaban frente a mí. 
¡Y es que yo siento! ¡Y es que yo amo! Yo amo. Amo ¡igual que vosotros! Pero ninguno quiere corresponderme. Ninguno quiere concederme un ápice de su egoísta atención; ninguno quiere ofrecerme una ínfima posibilidad de mostrarme tal como soy.

Pero eso se acabó. Finalmente, se acabó.

Mi únicos amigos siempre fueron los libros; mis únicos amantes siempre fueron sus líneas, y sus besos sus palabras. Así que fue en los libros donde terminé buscando a mi amor verdadero. En el libro, en ese libro. Y lo que salió de él era puro, puro y profundo. Profundo, y oscuro; tan oscuro como la negra noche, y tan temible como cien mil infiernos. Pero me amaba; me amaba de verdad. Mis palabras le trajeron hasta mí, y ahora disfruto de aquello que desde siempre anhelé, y que ahora del todo me complace.

Y quiere vengarse. Mi nuevo amante quiere vengarse. Vengarse de todos vosotros, sí. De todos los que me rechazasteis, de todos los que os apartasteis de mí, de todos los que me dedicasteis una burla en lugar de una sonrisa.

Mi momento ha llegado, y, con él, también ha llegado el vuestro».

—Carta anónima encontrada junto a cada una de las víctimas de la cruel ola irresoluta de crímenes de la llamada Asesina del Aceite Negro, en Salem, Massachusetts, durante los años de 1997 y 1998.

Marcelo Atto

«Algo maligno está creciendo dentro de mí. Algo grande, algo perverso. Algo incomprensible…

La piel tersa de las bellas féminas que mis leales siervos me disponen, sus cálidas y apretadas carnes, su húmedo y viscoso sexo… Apenas consiguen ya apaciguar mis deseos más fervorosos durante unos miserables instantes; apenas logran aliviar la presión que la simiente divina provoca sobre mis partes más íntimas.

El vello del varón, su tez áspera, sus brazos musculados; esos recios y cálidos cetros labrados de turgentes enramados; esos troncos palpitantes del placer copados por un bulbo carmesí del que brotan perlas preñadas de vida… Apenas alcanzan ya a alimentar un ápice el inexplicable deseo que ahora me corroe las entrañas.

vello del varón, su tez áspera, sus brazos musculados; esos recios y cálidos cetros labrados de turgentes enramados; esos troncos palpitantes del placer copados por un bulbo carmesí del que brotan perlas preñadas de vida… Apenas alcanzan ya a alimentar un ápice el inexplicable deseo que ahora me corroe las entrañas.

Tampoco los púberes, tampoco los infantes; ni los neonatos. Ni tan siquiera las bestias pueden ya satisfacer mis más inconfesables apetencias».

—Del diario personal del Cardenal Marcelo Atto, Diácono de la Curia de Milán, fallecido en espantosas circunstancias el 27 de mayo de 1972.

Uno y uno no son dos

«¿Alguna vez pensaste en la posibilidad de fundir dos almas en una sola? Yo sí lo pensé. Incluso lo intenté; y fracasé.

Aquellas líneas perversas; esos textos cargados de precisos detalles y viscerales matices. Esa realidad nefasta que se me presentaba diáfana y reveladora en aquel libro sobre el Culto al Dios de la Carne… 

Desde que comprendí que la vida no es más que una caótica alteración de la materia, y que la irreversibilidad de la muerte no resulta otra cosa distinta de una frágil barrera de maderos carcomidos, mi espíritu científico se vio forzado a tratar de repetir el experimento. Y ese fue el mayor de mis obstáculos: la rigidez.

La rigidez de mis dogmas científicos, tan ponzoñosos y obstaculizantes como lo son los religiosos.

Traté de conseguir lo que en el mismo texto se insinuaba. Quería unir dos almas en una sin la ayuda de acertijos indescriptibles ni de gracias propias de deidades incomprensibles. «¡La ciencia!», me dije. «La omnipotente e irrevocable ciencia que de todo es capaz y de nada es cautiva». Si el texto aseveraba que se podía conseguir mediante la magia pagana, ¡qué no iba a poder alcanzar entonces la ciencia!

Con facilidad me hice de dos sujetos compatibles y di comienzo al experimento. Removí sus rostros para borrar todo reflejo de un ego anterior y abrí sus espaldas para iniciar el proceso de precisa interconexión. Poco más de diecinueve horas de trabajo continuado y no menos de dos frascos completos de éter después, los que otrora resultaran dos desdichados marineros de poca monta, ahora eran un todo único que gozaría del privilegio de un alma duplicada en peso; como una suerte de siameses nacidos de distintas madres y de diferentes padres.

Pero no resultó.

Seguían siendo dos. ¡Seguían siendo dos! Y se rechazaron. ¡Se rechazaron! El uno al otro y el otro al uno. Sin siquiera verse; sin siquiera oirse. ¡Sin sentirse! Decidieron volver a ser dos. Se empeñaron en deshacer lo que tanto tiempo me había costado construir. Así que el experimento terminó con una bala de plomo insertada a la fuerza en cada uno de sus erosionados y sanguinolentos rostros.

Ahora lo veo. Ahora lo veo claro. La ciencia no lo puede todo. En cambio la magia…»

—Extracto del diario personal del Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.

Esa no es mi esposa

 Imagen original de https://www.deviantart.com/verehin

«Algo no ha salido bien. He seguido al pie de la letra las instrucciones, he calculado con extrema precisión las proporciones y he recitado con escrupuloso rigor cada uno de los versículos descritos en el libro. Pero algo no ha salido bien.

Ahora debo marcharme de aquí. No puedo soportar lo que mis ojos ven; tampoco tengo valor para blandir el arma que le ponga fin a su vida. Debo irme. Debo abandonarla.

A aquel pobre desafortunado que encuentre a la chica, o a lo que resulte que sea ese ser encadenado que vagabundea por los sótanos de este maldito caserón, que haga lo posible por arrancarle la vida. Que sea rápido. Por favor. Que sea indoloro. 

Era mi esposa. Bueno, pretendía serlo. Mi esposa murió en un accidente de tráfico. Yo fui el culpable. ¡Dicen que fue alcohol el causante de que me saliera en aquella dichosa curva! Pero el alcohol sólo fue la consecuencia: la ausencia de responsabilidad resultaba inexcusablemente mía.

Adquirí aquel texto maldito de los von Vaier en una subasta. Nadie lo quería, y ahora entiendo por qué. Hallé en él las claves para devolver la vida a la carne, para controlarla, para insuflarle el espíritu que una vez la poseyera. Profané su tumba, le arranqué del pecho destrozado su pútrido corazón y lo lancé al pozo de pesadillas que erigí en las plantas más infraterrenas de este palacete. 

A los cinco días tenía el aspecto de un pedazo de carne bulboso de no más de tres kilogramos. A los diez ya era como una niña de cinco años que apenas era capaz de respirar. A las dos semanas se había convertido en una cría de poco más de diez años, con la inteligencia de una mosca, el apetito de un buey, y la maldad de un diablo. 

Esa no es mi esposa. No. Ni siquiera es una niña. Eso es una abominación a la que la naturaleza se empeña en repudiar, y a la que yo no soy capaz de ponerle fin.

A aquel que la encuentre, por favor, que la mate».

—Nota encontrada en el suelo del vestíbulo de la mansión del reconocido y adinerado magnate inmobiliario Richard Prittman. En Boston, Massachusetts, el 15 de noviembre de 1971.

Resolución vs. Continuación

Resolución vs. Continuación

Muchos sabéis lo que me fascina el personaje (si es que pudiéramos denominarlo así) del Rey de Amarillo, así como su infame obra teatral, introducidos ambos en la cosmogonía lovecraftiana por Robert W. Chambers. 
Y es que su figura me ha hecho reflexionar sobre dos recursos narrativos que se resuelven enfrentados y que pueden dividir a las masas en dos grupos perfectamente diferenciados: la resolución contra la continuación.

¿Qué suerte de inefables verdades se representan en el drama del Rey de Amarillo, que todo aquel que asiste a su magnánima representación acaba demente de un modo del todo irremediable?

Salvo que algún osado escritor se tome la licencia de inventar la anhelada resolución del misterio, es ese enigma, precisamente, el que nutre a su figura de un embrujo embriagador. ¿Quién es? ¿Qué es? ¿Qué verdades conoce que resultan tan insoportables para la mente del hombre?

Y es que ahí es donde surge el dilema. ¿Es mejor romper el cerrojo del baúl de sus secretos para lograr satisfacer nuestra insaciable curiosidad, o preferimos seguir ignorantes de sus propósitos y, por ende, cautivos inevitables de sus misterios? 

¿Resolver la tensión, o mantenerla? ¿Traspasar la línea y alcanzar el orgasmo, o permanecer en su difuso límite ‘ad eternum’? ¿Resolver o Continuar?

—Reflexiones.

Reflexiones de un atormentado

«Llegaron al bosque esa noche en la que el cielo se hallaba turbado de nubes tan densas que apenas dejaban intuir tras su espesura el pálido resplandor de la luna llena.

Brotaron de un umbral abierto en mitad de la tierra. Salían a centenares, aunque sólo alcanzamos a percibir a uno de ellos. Salió sólo uno de ellos, aunque lográbamos percibir a centenares. ¡Quién sabe qué suerte de embrujos o ilusiones mueven los propósitos de tales seres del inframundo!

Escrutaron la arboleda, rincón a rincón, tronco a tronco, arbusto a arbusto, hasta que nos encontraron. Y esa turba incontenible de terroríficas criaturas, o ese único ser que era a su vez toda una turba, señaló con su largo dedo a nuestra amiga Vicky. «Tú nos has llamado. Tú vendrás con nosotros. Tú serás nosotros», dijo desde un rostro sin boca por la que articular palabra alguna. 

Cuando quisimos reparar en ella, nuestra compañera ya formaba parte de esa marabunta surgida de un mundo indefinible; ya formaba parte de ese todo único, que a la vez resultaba un único todo; ya formaba parte de una vida diluida entre un hormiguero de muerte.

«No jueges con lo que no se debe jugar, Vicky», decíamos. «Deja en su sitio lo que ya fuera una vez dejado en su sitio, Vicky», insistíamos. Pero no, Vicky era curiosa; Vicky era insolente, Vicky era impaciente. Y ahora, Vicky, ahora ni siquiera eres…»

—Reflexiones de un atormentado.

Reino fractal

«Nuestras mentes primitivas no están hechas para soportar
aquel mundo que mis ojos vieron al traspasar ese umbral. Si miraba hacia arriba, el horizonte me devoraba desde abajo; si miraba hacia abajo, el cielo mismo me sepultaba desde arriba. Torcer a la derecha significaba girar un ángulo imposible hacia ningún lado; inclinarme hacia la izquierda proyectaba cada línea contra el infinito.

Arriba, abajo. Izquierda, derecha. ¿Acaso tienen sentido las direcciones en un mundo en el que la geometría es una característica inexistente?

Y había vida. Le juro que había vida. La vida de unos muchos que padecían como uno solo. La vida antes de la vida, o la vida tras la vida, ¡quién diablos sabe cómo rigen las leyes en ese universo de pesadilla! Lo único que sabía es que me miraba. Lo que allí hubiera ¡me estaba mirando! Desde todos los lugares y desde ningún sitio, ese ser omnipresente ¡me observaba! Deseaba amarme, o devorarme, o quizás ya me había devorado. No lo sé. Yo sólo quiero volver a casa, quiero volver a casa. Pero ya no recuerdo cómo era. Cómo era mi hogar.

No lo recuerdo. Quizás… No. No lo recuerdo. Yo sólo quiero volver a casa».

—Extracto del diario del Dr. en psiquiatría Dustin R. Schultz. Boston, 9 de enero de 1909.