
«Fue justo cuando la muerte empezó a visitarme con regularidad que comprobé el alcance de las consecuencias de mis avances.
En el estudio sucede como en el sexo; sucede como en las drogas. Lo habitual se va volviendo poco a poco de una insipidez insoportable; se vuelve frío, anodino. No puedes evitarlo. Hoy subes el primer escalón; mañana pruebas con el siguiente. Al mes quieres ascender un peldaño más. ¿Uno? ¿Y por qué no dos? Cuando logras reparar en ello es justo cuando ya no puedes volver atrás, justo cuando resulta más sencillo llegar hasta la cumbre de la escalinata que descender hacia sus inicios.
Mi mente se retuerce con cada nueva página que mis ojos devoran. Mi cuerpo empieza a resentirlo, y con cada nueva herida que nace desde mi interior, un nuevo deseo se forja sobre su cicatriz.
Las estanterías del priorato se me han quedado pequeñas. Las de la catedral, también. Sus libros ya no me aportan nada, ya no abren en mi corazón nuevos caminos por los que expandir mis pasiones.
Ahora noto la sombra del Santo Oficio oscureciendo la senda de mi destino. Oigo a sus sabuesos preguntar por mi nombre entre el resto del noviciado, escucho la envidia de mis hermanas disfrazada de ominosa vergüenza ante mis actos y mis indulgencias.
Ha llegado el momento de partir. Mis anhelos necesitan una respuesta; una respuesta que se halla al otro lado de ese océano que condenó a los atlantes a quedar sometidos bajo sus aguas.
Ya lo tengo todo preparado. Ahora sólo necesito encontrar a un nuevo mecenas que sea capaz de satisfacer mis insaciables necesidades».
—Del diario de Eloisse Duclaire, novicia en el Priorato de las Hermanas Celestinas de París, perseguida por herejía y dada por desaparecida en Julio de 1701