
«Lo siento mucho, mi hermoso sol de primavera. Lo siento muchísimo.
¡Tenía que hacerlo! No podía hacer otra cosa. No podía ser de otro modo. ¿Y dejar a nuestro hijo a merced de esa sombra ciega e indisoluble? ¡Jamás!
Pero llevabas razón, corazón de mi vida. Llevabas toda la razón.
Y al final, lo hice.
El cáncer, por muy irremediable que resulte, por muy avanzado que se encuentre, por muy dispersoque se halle, no es más que un ligero desvío en el transcurso del imparable torrente de la vida; no es más que una simple mácula tumefacta en un lienzo todavía por culminar. Y como tal, sólo basta el conocer los mecanismos apropiados para lograr retornar las aguas a su cauce natural, para limpiar esa mancha purulenta que empapa el tapiz de nuestro destino.
Y lo hice. Al final, lo hice.
De madrugada subí a su habitación y lo bajé en silencio hasta el quirófano. Allí ya tenía oculta esa infame piedra negra que descubrí gracias a los secretos de aquel libro maldito. Le di un beso en la frente, le inyecté la dosis adecuada de anestésico y procedí a reemplazar su corazón por esa roca del color de las tinieblas.
En lo que nuestro pequeño acabó convertido créeme que no querrías saberlo, sólo puedo decirte que con el mismo bisturí que abrí su torso me vi obligado cercenar su yugular para lograr detenerlo.
Ahora ya descansa, tesoro mío. Ahora ya no sufre.
Perdóname, pedazo de mi vida. Perdóname.
Prefiero abandonarte, prefiero huir, pues me resulta imposible volver a mirar sin vergüenza ese par de vidriosos zafiros que gastas en lugar de ojos.
Perdóname, pero me marcho. Me marcho de tu vida, y puede que también de la mía».
—Carta de despedida del Dr. Melvin Cradoux a su esposa después de la muerte del hijo de ambos, encontrado en insólitas circunstancias en uno de los quirófanos del hospital donde lidiaba contra un cáncer de carácter terminal. En Boston, Massachusetts, el 19 de Abril de 1976.