
«Llegaron al bosque esa noche en la que el cielo se hallaba turbado de nubes tan densas que apenas dejaban intuir tras su espesura el pálido resplandor de la luna llena.
Brotaron de un umbral abierto en mitad de la tierra. Salían a centenares, aunque sólo alcanzamos a percibir a uno de ellos. Salió sólo uno de ellos, aunque lográbamos percibir a centenares. ¡Quién sabe qué suerte de embrujos o ilusiones mueven los propósitos de tales seres del inframundo!
Escrutaron la arboleda, rincón a rincón, tronco a tronco, arbusto a arbusto, hasta que nos encontraron. Y esa turba incontenible de terroríficas criaturas, o ese único ser que era a su vez toda una turba, señaló con su largo dedo a nuestra amiga Vicky. «Tú nos has llamado. Tú vendrás con nosotros. Tú serás nosotros», dijo desde un rostro sin boca por la que articular palabra alguna.
Cuando quisimos reparar en ella, nuestra compañera ya formaba parte de esa marabunta surgida de un mundo indefinible; ya formaba parte de ese todo único, que a la vez resultaba un único todo; ya formaba parte de una vida diluida entre un hormiguero de muerte.
«No jueges con lo que no se debe jugar, Vicky», decíamos. «Deja en su sitio lo que ya fuera una vez dejado en su sitio, Vicky», insistíamos. Pero no, Vicky era curiosa; Vicky era insolente, Vicky era impaciente. Y ahora, Vicky, ahora ni siquiera eres…»
—Reflexiones de un atormentado.