
«¿Alguna vez pensaste en la posibilidad de fundir dos almas en una sola? Yo sí lo pensé. Incluso lo intenté; y fracasé.
Aquellas líneas perversas; esos textos cargados de precisos detalles y viscerales matices. Esa realidad nefasta que se me presentaba diáfana y reveladora en aquel libro sobre el Culto al Dios de la Carne…
Desde que comprendí que la vida no es más que una caótica alteración de la materia, y que la irreversibilidad de la muerte no resulta otra cosa distinta de una frágil barrera de maderos carcomidos, mi espíritu científico se vio forzado a tratar de repetir el experimento. Y ese fue el mayor de mis obstáculos: la rigidez.
La rigidez de mis dogmas científicos, tan ponzoñosos y obstaculizantes como lo son los religiosos.
Traté de conseguir lo que en el mismo texto se insinuaba. Quería unir dos almas en una sin la ayuda de acertijos indescriptibles ni de gracias propias de deidades incomprensibles. «¡La ciencia!», me dije. «La omnipotente e irrevocable ciencia que de todo es capaz y de nada es cautiva». Si el texto aseveraba que se podía conseguir mediante la magia pagana, ¡qué no iba a poder alcanzar entonces la ciencia!
Con facilidad me hice de dos sujetos compatibles y di comienzo al experimento. Removí sus rostros para borrar todo reflejo de un ego anterior y abrí sus espaldas para iniciar el proceso de precisa interconexión. Poco más de diecinueve horas de trabajo continuado y no menos de dos frascos completos de éter después, los que otrora resultaran dos desdichados marineros de poca monta, ahora eran un todo único que gozaría del privilegio de un alma duplicada en peso; como una suerte de siameses nacidos de distintas madres y de diferentes padres.
Pero no resultó.
Seguían siendo dos. ¡Seguían siendo dos! Y se rechazaron. ¡Se rechazaron! El uno al otro y el otro al uno. Sin siquiera verse; sin siquiera oirse. ¡Sin sentirse! Decidieron volver a ser dos. Se empeñaron en deshacer lo que tanto tiempo me había costado construir. Así que el experimento terminó con una bala de plomo insertada a la fuerza en cada uno de sus erosionados y sanguinolentos rostros.
Ahora lo veo. Ahora lo veo claro. La ciencia no lo puede todo. En cambio la magia…»
—Extracto del diario personal del Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.