
«Qué suerte de ignoto mesmerismo poseerán los santuarios góticos que tan irremediablemente nos atrapan. Qué clase de embrujo luciferino gastará su arquitectura que nos relega a la más ínfima e irresoluble insignificancia.
¿Serán sus formas afiladas como garras las que nos evocan temores propios de nuestro pasado más primigenio? ¿Serán sus hercúleas e inalcanzables columnas talladas con óseos motivos las que nos trasladan a la posición de un gusano frente a los pies de un gigante? ¿Serán sus amplias bóbedas que sobre nuestras cabezas extienden su crucería como los finos dedos de esa Muerte que espera paciente a la última de nuestras exhalaciones? ¿O acaso son sus alargados y angostos ventanales, estrechos umbrales hacia la oscuridad y el secretismo que desfilan en silencio por sus recargadas fachadas? Como una turba moribunda y apretada que culmina en un sinfín de coronas globulares y arcos apuntados.
Puede que sea la multitud de grotescas representaciones de quimeras y demonios que salpican cada uno de los rincones y cada una de las esquinas, o quizás las arcadas exteriores que sostienen las naves más elevadas como un interminable costillar de piedra que abraza un torso de roca bajo el que palpita un corazón de sombras y tinieblas.
La cuestión es que la arquitectura gótica nos sugestiona, nos sobrecoge, nos seduce. Nos cautiva con recuerdos del medioevo más oscuro y con clamores de sacrilegio y herejía. Y es que fueron tiempos difíciles los de los siglos intermedios, aunque hermosos, a su vez, por la fascinante solemnidad de sus estructuras y la infatigable renuencia de sus coetáneos».
—Reflexiones: sobre el embrujo gótico.