
«La carne cercenada de esos hediondos puercos me está permitiendo sondear abismos de la transfiguración jamás imaginados por el hombre contemporáneo.
He comprobado que sólo resulta necesario hacer de la pieza arrancada una pasta homogénea y manejable que permita un posterior injerto de ésta en la muestra elegida como destino. Es muy importante el mantener la mixtura alejada de la luz directa mientras se produce la fermentación, pues, de lo contrario, la interconexión de los nuevos tejidos germinales puede no alcanzar la adhesión esperada, relegando el resultado del experimento a una suerte de pulpa informe sin propósito ni condición.
Una vez alcancé a dar con las proporciones exactas de pasta de porcino necesarias en función del peso de la muestra a reanimar, traté de empujar mis mórbidas conclusiones contra la delgada línea que separa lo imposible de lo prohibido.
La noche de antes de la última luna llena reuní a mis más leales sirvientes y nos personamos a medianoche en el camposanto de Salem. Allí profanamos unas cuantas sepulturas en aras de hacer acopio de una plétora de interesantes piezas con las que culminar mis experimentos. Recogimos pedazos de mujeres, pedazos de hombres. Pedazos de niños, de recién nacidos. De cánidos, de equinos, de aves y de anfibios.
El resultado final, sin lugar a dudas, rozó los límites de lo extraordinario. La criatura amalgamada sólo necesitó doce horas de maduración para alcanzar la tan ansiada reanimación. Su autonomía, su fuerza, su grado de consciencia y su aspecto tan espantoso como insoportable nos obligó a terminar reduciéndola a cenizas y arrojándola en última instancia al mar. Y sin embargo, las conclusiones que obtuve de tan osado experimento me permitirán en un futuro no muy lejano sembrar el fértil terreno sobre el que pretendo que florezca mi ansiada obra maestra».
—Extracto del Cuaderno Rojo.