
«Por norma, solemos asignar el triunfo de las revelaciones a sus anunciados descubridores, cuando la realidad es que aquellos que se consideraron merecedores de los codiciados laureles del éxito, no son más que los sujetos a la retaguardia de los verdaderos conquistadores. Son espectadores que observan pacientemente a los legítimos héroes ignorar sus temores sacrificando su existencia por el progreso de otros muchos, o quizás, por el de unos pocos.
¿Qué sería de Franklin y su electricidad sin el primer hombre que recibiera el impacto inevitable de un rayo sobre su desfortunada cabeza? ¿O del alquimista ibn Hayyan y su ácido cáustico si no hubiera existido un desgraciado que pereciera tras echárselo sin pensarlo por su sediento gaznate?
A mí, me ocurrió lo mismo.
La codicia es intensa cuando tus objetivos son ambiciosos, pero ¿acaso es necesario arriesgar una vida tan valiosa si puedes animar a las almas más débiles a que ensucien sus manos por tu causa? Ese fue el destino de uno de mis más aventajados discípulos: la primera lectura de los versos de apertura a los reinos de Yghaygha verbalizados en la Lengua Original. Resultó sencillo: sólo me bastó alimentar adecuadamente su ego para que dentro de él mismo floreciera la motivación para dar el paso. Quería impresionarme; deseaba derrocarme. Con su fétida arrogancia saciada de falsos halagos, sólo me quedaba contemplar el tan esperado resultado.
Ese día aprendí que no es posible abrir las puertas de los dominios del Rey sobre los Doce Tronos sin pasar antes por el arbitrio de las Oteadoras. Ese día, aunque el triunfo resultara mío, el mérito pertenecía a otro».
—Extracto de las memorias de Barabas Varkas, VIII Apóstol de la Orden de los Siervos de Yghaygha. Año de 1981.