La siega

«La más fructífera fuente de vida que la creación puso al alcance de los hombres siempre ha sido la tierra sobre la que trazan sus rutas y dibujan sus senderos. No es coincidencia que las semillas hundan en ella sus raíces para absorber de su naturaleza todo lo que ésta esté dispuesta a ofrecerle. Y si las plantas se sirven de sus dones para florecer de las más diversas y hermosas maneras, ¿acaso no puede la carne beneficiarse también de estos mismos obsequios de vida?
Sólo tres años necesité de esmerada labranza sobre el amplio campo que se extiende a las espaldas de Saltawaters Manor. Fueron treinta los corazones que logré sembrar, y 14 los que alcanzaron a germinar.

Lo más hermoso de todo no resultó el contemplar cómo la vida brota de la tierra sin diferenciar su condición, sino que todos los individuos que surgieron quedaron interconectados en una extraordinaria red de raíces arteriales que convertían a la multitud en un fastuoso todo unitario, cuyo simple visionado trasladaba al éxtasis a cada uno de los poros de mi piel.

Después de la siembra, llegaba la siega».

—Extracto del Cuaderno Rojo.
Salem, Massachusetts, año de 1871.

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