
«Su Eminencia disfrutaba en secreto de los gozos prohibidos del más abyecto de los pecados capitales: la gula. Su oronda y repulsiva figura no hacía otra cosa que demostrar lo que resultaba del todo evidente. Pero lo que tienen los pecados satisfechos es que requieren tras poco tiempo el ser de nuevo complacidos, y cuanto más se atienden, más intensas deben ser las blasfemias acometidas.
Al arzobispo no le quedaban ya nuevos manjares que llevar hasta sus lánguidas fauces; más allá de los guisos con vísceras de jóvenes inmaculadas o los estofados de recién nacido, al hinchado sacerdote no le esperaban nada más que insípidas desilusiones. Pero la perversión es más astuta que el hambre, pues no es sino el propio apetito viciado por el demonio.
Fue así como Su Ilustrísima —en connivencia con algunos de sus diocesanos más sádicos— logró conocer a la vieja Babarse, bruja de Salem evitada hasta por los propios oficios inquisitoriales. Babarse le ofreció viandas al arzobispo traídas desde rincones del mundo prohibidos a los hombres, pues son aquéllos dominios propios de dioses antediluvianos. El carnoso clérigo vació tres zurrones de oro a los pies de Babarse, pero ésta no quería el metal, su capricho era disfrutar del tormento de su comensal.
Su Eminencia logró deleitarse con el primero de los bocados; quizás también con el segundo, pero no así con el tercero. Su carne era débil, y su espíritu aún más frágil, así que el pecador obtuvo de este modo su justa sentencia. Y es que no es del hombre lo que no ha sido creado para el hombre, aunque éste venga escudado detrás de las Santas Escrituras».
—Sobre la muerte de Tobias Pulp, arzobispo de la archidiócesis de Essex, Massachusetts, año de 1689.