
«Cuando uno alcanza a dominar casi en su totalidad la materia a la que ha dedicado las últimas cuatro décadas de su vida, la curiosidad termina actuando como un agricultor que mima el suelo sobre el que durante años ha ido sembrando de inquietudes. La solidez de los conocimientos asentados se aplica sobre las ideas postergadas como una suerte de fértil abono que las hace florecer con un brío extraordinario.
Una de las ideas que desde siempre vagabundeó entre los pasadizos más oscuros de mi mente era crear vida de lo que una vez estuvo vivo, haciéndolo sin embargo de una manera un tanto inusual. No se trataría de una mera resucitación del espécimen. No. La cuestión era tratar de animar un compendio de secciones humanas, las cuales, sin un soporte vital complejo y organizado que las unificara, no deberían gozar de derecho a la vida.
La primera de las pruebas resultó en un éxito rotundo. Tan extraordinaria fue la conclusión del experimento, que la abominación surgida única y exclusivamente de la conjunción de extremidades superiores a un torso deshuesado en el que palpitaba un joven corazón, sostenido éste por un ingenioso sistema de oxigenación de mi propia invención, permitió al engendro sobrevivir sin problemas mayores durante una docena de días. Y sólo fueron doce, porque el monstruo logró escapar de su celda en el sótano de un modo inesperadamente astuto. De no ser así, auguro que podría haber aguantado aferrado a la vida, al menos, un mes más».
—Extracto del Cuaderno Rojo.
Salem, Massachusetts, año de 1862.