No seas tímida

«No seas tímida, Hermosa Mía. No trates de ocultar tu rostro ni tu desnudez a la vista de este humilde escultor de filigranas. Muéstrate sin vergüenza ante estos ojos maduros, pues son estos unos ojos que ya han conocido la Belleza Verdadera, la perfección que queda más allá de la delicadeza y la armonía, de lo orgánico y de lo inerte, de lo vivo y de lo muerto.

Antes se mofaban, Preciosa Mía; se burlaban de tus desafortunadas facciones y de tu tosca silueta. Antes. Inundaban tus oídos aterciopelados con desprecios regurjitados desde lo más profundo de sus pútridos vientres. Antes, mi Bella Creación. Ahora, se postrarán ante ti con una veneración sublime, Mi Diosa de Carne y Madera y Roca. Llorarán suplicando que les concedas tan sólo una mirada fugaz; tu belleza les resultará tan insoportable que preferirán arrancarse los ojos a tener que compartir con otros la visión de tu figura.

Y ahí estarás tú, mi Obra Maestra, para ayudarles a tan glorioso menester.
No seas tímida, hermosa mía».

—Exhortación del barón Zephurus von Vaier hacia una de sus iniciadas, año de 1616, Salem, Massachusetts.

Las puertas de Yghaygha


Imagen original de Zdzisław Beksiński (1929-2005)

«En las entrañas de la Tierra existen puertas imperecederas que se abren hacia los rincones más ignotos del universo. Algunas apuntan a oscuras estrellas que fueron desahuciadas por sus propias galaxias; otras te transportan a escenarios dignos de las alucinaciones más atroces. Y sin embargo, sólo hay una cuya infamia se levanta con orgullo sobre todas las demás, una donde la razón sólo es un eco que repica frágil entre una jungla de huesos. La Puerta de Yghaygha, la única puerta para la que no existe llave, y por la que todos los hombres deberemos pasar; la entrada al reino donde las almas descarnadas esperan a que la eternidad termine, unas junto a otras, enracimadas como hilos de hueso en un ovillo de muerte; la puerta a la que acuden los siervos más viles de los Dioses Verdaderos para satisfacer sus más mórbidos e insólitos deseos; el reino donde se guarda la materia prima con la que se levantan los telones de fondo de las pesadillas».

—Sobre el reino de Yghaygha. 
4º volumen de los Tomos de Laorn, sitos en las Bibliotecas de Ónice de Celephaïs.

Benedittus

«Benedittus no demoró mucho tiempo antes de comenzar a dibujar destellos de éxito en la aplicación de las enseñanzas del Gran Maestre. Y sin embargo, el más implacable de sus adversarios no fue la dura pronunciación de esas lenguas tan olvidadas, o los espectáculos tan atroces a los que se vio obligado a presenciar durante su aprendizaje. Su mayor enemigo fue la impaciencia.

—El cuerpo físico no es más que un medio, Benedittus; como un templo construido con sillares de carne sobre cimientos de hueso —le insistí—. Antes de proclamarte arquitecto, deberás ejercer como obrero.
Pero Benedittus odiaba la espera; odiaba tener que controlar sus aptitudes para no ofender al ego de su maestro; aborrecía trabajar sobre animales lo que podría ejercer sobre los hombres.

Un día, la paciencia de Benedittus se quebró como un madero carcomido, y decidió llevar a la práctica sus enseñanzas sobre sí mismo.

—La carne es fluido, mi joven aprendiz. No oses contener con tus brazos el torrente de un río cuando aún no eres capaz de mantener una buchada de agua con tus manos desnudas sin que ésta se escape entre tus dedos.
Pero Benedittus no esperó».

—Extracto del segundo volumen de las obras completas del barón Maximilian von Vaier, sobre uno de sus aprendices.

Ofrendas

Los seres que habitan los rincones más íntimos y profundos de la tierra no son más excepcionales que sus insólitos apetitos, y no mucho más extraordinarios que sus oscuros propósitos. Aunque sus repulsivas apariencias puedan resultar insoportables a los corazones más frágiles, no son sino cascarones de oro que envuelven a un núcleo aún más intolerable y nauseabundo, una médula fétida que conecta al infraser con su Todo superior mediante una suerte de cordón umbilical inapreciable para la vista menos entrenada, pero que sí se hace presente a los espíritus más clarividentes.

Aquellos infaustos que se atrevieron a estudiar durante décadas las rutas hacia sus templos antediluvianos, ahora comercian con ellos extrañas mercancías. Trocan conocimiento y reliquias de edades pretéritas por sacrificios y ofrendas de eterna pleitesía. 

El ser humano es ambicioso, aunque nunca más que la avidez de sus Verdaderos Creadores.

El mercader de calamidades


Imagen original de https://www.facebook.com/JJcanvasArt

Muchos años pasaron ya desde la última vez que el mercader de malos presagios visitó nuestra hambrienta ciudad. Quién sabe, quizás su ausencia sea la culpable de todos nuestros pesares.

Cuentan los más ancianos que el carromato del viejo aparecía siempre al anochecer, y se marchaba al alba. Nadie sabe de dónde venía, nadie sabe a dónde se dirigía; pero todos saben que siempre regresaba. Su mercancía la formaban los malos augurios; su carroza llegaba repleta de sombríos vaticinios, promesas por cumplir de hambre y enfermedad, edades enteras de calamidad, tormentos, sequías e insoportable malestar. El viejo siempre vendía lo mejor de lo mejor, y los lugareños satisfacían sus precios con oro, viandas o sus propias almas.

Un amanecer, el mercader se marchó para nunca más volver. Desde ese día, ya no hay nadie que mercadee con los malos presagios, nadie que se lleve consigo los pronósticos más dañinos ni las profecías más funestas. Desde entonces, aves tenebrosas de hambre y decadencia sobrevuelan los tejados de nuestras humildes casas.

La vida

«La vida es como un efímero suspiro en un torrente de melancolía, como un soplo de aire entre una ventisca o un copo de nieve al sol. Un instante en mitad de una eternidad.

Si bien al florecer la noche ansiamos desengranar el espíritu de la carne, y así comenzar de nuevo en el siguiente amanecer, al acercarse el fin de tus días anhelas en cambio el reposo eterno de la inexistencia; descansar, por fin, de los tormentos y las malicias que enturbiaron tus épocas pasadas, y evitar así repetirlos tras el nuevo alba. La carne es débil, y el espíritu, aún más. En cambio, somos sólo unos pocos los que alimentamos nuestro espíritu con esos tormentos y aquellas malicias, los que arrastramos la carne hasta el límite mismo de su caducidad, y no por eso cesa un ápice nuestro apetito. Es en ese momento en el que imploramos su gracia al Dios de la Carne: bendícenos, oh Señor, con tus dádivas, concediéndonos un nuevo amanecer».

—Extracto del primer volumen de las obras completas del barón Maximilian von Vaier.

La experiencia


Imagen original de https://apterus.deviantart.com/

Dicen que la experiencia es el mejor de los maestros. Los acontecimientos planteados por el devenir de los años no hacen otra cosa que escarbar en nuestro más profundo interior para ir destapando, pétalo a pétalo, nuestra verdadera naturaleza. Algunos piensan que las experiencias nos moldean; otros, que nos refuerzan; algunos ilusos, que nos definen. Los conocedores de la Verdad saben que la realidad es muy diferente: los gozos y las desdichas acaban descubriendo la pulpa jugosa que siempre hubo bajo el cascarón de carne. Los que nacieron muertos, se volverán muertos; los que nacieron del dolor, se volverán dolor; los que nacieron como placer, tornarán en placer. Somos lo que marcaron Sus designios: sólo el tiempo acaba por separar el grano de la paja.

Los bebedores de esencias

«La mente del hombre se levanta sobre un laberinto de muros, pozos, barreras y puertas, para cuyos cerrojos no existen otras llaves distintas de la razón y la lógica. Las religiones pintan sobre esas paredes paisajes celestiales y caminos que se pierden en el horizonte, y sin embargo no dejan de ser más que falsos retratos que disimulan obstáculos insalvables.

Es en los sueños cuando la mente relaja sus defensas y los muros se tornan viscosos; cuando los cerrojos se deshacen en cenizas y los pozos llenan su vacío con los escombros de los recuerdos. Es ahí donde los Dioses Verdaderos liberan sus huestes de aberraciones sedientas: donde las almas se vuelven débiles y los bebedores de esencias sacian sus oscuros apetitos».

—Extracto de la Clave Menor de Salomón o Lemegetón, del capítulo que versa sobre los Bebedores de Esencias y otras Abominaciones Oníricas.

Santuarios de perversión


 Imagen original de https://www.facebook.com/jonas.dero

Los templos de mármol y oro, los santuarios de la naturaleza y las torres de roca erguidas hacia el cielo gozan de la gloria y el esplendor propios de la frescura de la juventud. En cambio, son las ruinas las que acumulan las fuerzas más preternaturales, las que mejoran sus cualidades con el tiempo como los vinos viejos, ya que reposa sobre ellas todo el peso de los siglos pasados.

Los salones de palacio se muestran fríos e inertes ante los corazones más curtidos, los suelos de obsidiana reluciente soportan el continuo pisar de los indiferentes; no así los caserones ruinosos, preñados de retablos decadentes y maderos enmohecidos, cuna de sabandijas y gusanos: estos riegan de temores ancestrales las mentes más endurecidas, y sacian de satisfacciones los corazones más perversos.

A su debido tiempo

«—Para el más vasto común de los mortales, mi joven aprendiz, la muerte suele ser el más implacable de los temores. Conmigo aprenderás hasta qué punto sus lacios corazones se hallan equivocados. Entenderás cómo el mayor de los miedos no debe ser nunca la muerte, sino el vivir cuando deberías haber perecido. La vida es una hermosa melodía que puedes sostener mucho más allá de la última de sus notas, como una suerte de sinfonía del horror prohibida para los sentidos.
—¿Y cómo es eso, maestro?
—Alzándote como la directora de la orquesta, mi hermosa hechicera; levantando la batuta justo en el momento en el que la armonía cesa, clamando a los tambores infraterrenos y a los solemnes trombones de las eras pretéritas.
—Enséñame, maestro.
—A su debido tiempo, joven Eloysse. Aprenderás a trasladar la vida desde la carne a la arcilla, al agua, a la madera o a la roca. Sabrás cómo encerrar un alma en una pared encalada, donde no podrá hacer otra cosa que temer por seguir viva, cuando debería haber perecido.

A su debido tiempo.»

—Extracto de la exhortación del barón Stephan von Vaier a una de sus aprendices, durante uno de los aquelarres en Saltwaters Manor, Salem, Massachusetts. Agosto de 1601.