A la luna

Imagen original de https://ortsmor.deviantart.com

«La luna transita gloriosa el cielo frente a mi ventana en esta noche en la que el firmamento alcanza a sostenerla sobre su regazo. Ese ojo pálido, vacío, esquivo e indiferente, se me presenta como una respuesta solemne a las mórbidas preguntas que, desde que revisé aquel libro infame y ponzoñoso, abordan sin remedio mis esperanzas y mis ilusiones.

La húmeda calle se extiende fría y sinuosa mientras atraviesa las entrañas de este fétido y execrable suburbio —cuna y refugio de apestados y pordioseros—, al que el infortunio me ha destinado a pasar los últimos de mis días. Tan sólo dos pisos son los que me alejan del recio y maloliente empedrado que se abre bajo mi ventana; tan sólo dos plantas que me separan del eterno reposo, que me apartan del indescriptible gozo de la inexistencia. Y sin embargo, aquellas malditas palabras que saltaron desde ese libro hasta mis ojos aún repican dolorosamente en mi corazón, y me empujan, me empujan, pero yo no quiero caer. Yo no quiero caer, yo quiero alcanzar la luna, quiero tocar con mis dedos ese pálido resplandor que acaricia cada noche el firmamento; pero no alcanzo. No. No llego.

Aunque esta noche… Esta noche sí llegaré. 

La Providencia ha decidido colocar a la estrella de roca justo bajo mis pies. Mírala, está ahí: se ve clara, límpida y hermosa, recostada sobre un lecho de agua que ese generoso charco se ha decidido en regalarle.

Espérame, bella mía, espérame. Salto ahora hacia tus pálidos brazos. Acógeme, por piedad; acógeme en tu amado seno. Aleja de mí para siempre las ignominiosas ideas que sin remedio envenenaron mi corazón, y que como sabandijas al acecho esperaban entre las hojas de ese libro a que un ingenuo desgraciado como yo las dejara escapar.

Luna, Luna mía…»

—Nota de suicido manuscrita hallada en una vieja habitación alquilada en un segundo piso de una hospedería de una de las calles más decrépitas de la localidad de Salem, Massachusetts, el 5 de junio del 1876.

Yo fui testigo

«Cuando mi atención quedó libre el tiempo suficiente como para reparar en la sala, fue que alcancé a contemplar durante un instante la muda soledad que me rodeaba en mitad del patio de butacas; fue que comprobé cómo las plateas y los palcos habían quedado tan vacíos como están los insondables límites del universo. El resto de espectadores habrían huido despavoridos en algún momento durante el último de los actos de tan extraordinaria representación. Pero a mí eso no me importaba, no era ése asunto de mi incumbencia; no sería ése un motivo de distracción.

Camilla, Cassilda y Hastur, los tres bailaban para mí sobre el áspero y sombrío escenario; los tres flotaban para mí tras las pesadas y turbias bambalinas; los tres intercambiaban sus textos para un único y afortunado espectador, para mí, mientras las luces de las candilejas apenas lograban iluminar el oscuro rostro que se escondía detrás de la soberbia máscara de madera.

El apoteosis final acabó turbándome de tal modo que terminé perdiendo el conocimiento. Desde entonces, recurrentes pesadillas de mundos olvidados flotan entre las sombras de mis recuerdos impidiéndome el sueño reparador, y sin embargo, mereció la pena. La pérdida de mi recto raciocinio mereció del todo la pena; la pérdida de mi vida insípida mereció del mismo modo la pena».

—Carta de suicidio enviada al departamento de policía de Kingsport el 5 de abril de 1926 en referencia a la obra teatral itinerante del Rey de Amarillo, y relativa al cadáver anónimo hallado calcinado en un sótano deshabitado de la misma ciudad mencionada.

Visiones

«San Arcadio, antes del último suspiro tras su martirio allá por el siglo III, exclamó: «Vuestros dioses no son dioses. Aquel por quien muero es el verdadero Dios. El que me conforta y me sostiene».

Otros tantos llegaron incluso a tornarse en inspiración de grandes maestros de la literatura, como resultara el caso de San Cristóbal.
¿Acaso no nos ha revelado la historia del hombre el método para alcanzar los estados que quedan más allá de nuestro limitado raciocinio? ¿Acaso no nos ha mostrado en infinidad de ocasiones cómo el tormento traslada al atormentado hasta la epifanía primordial? Las magistrales técnicas quedaron plasmadas en las Escrituras con objeto de que los iluminados lográramos más adelante repertirlas hasta el apoteosis final.

Después de varios años de frustrados intentos, al fin me propongo a transcribir sobre estas próximas líneas las esclarecedoras visiones que el más aventajado de mis alumnos alcanzó a revelarme. Al fin sé qué es lo que repta por el otro lado del telón; al fin sé qué es lo que bulle entre las sombras vacías del universo. Al fin sé cómo es ese dios al que los mártires se encomendaron; al fin sé que no es benévolo, que no es misericordioso, que no es único. Al fin sé que no podemos hacer cosa distinta de someternos a sus inefables arbitrios».

—Extracto del diario personal del Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.

La urbe ciega

Imagen original de Zdzisław Beksiński

«En el núcleo abierto de la urbe, plaza muerta del mutismo y el desamparo, un púlpito austero —tan frío y gris como los bloques ciegos que lo rodeaban desde la distancia— se posaba sobre una tribuna levantada encima de una pequeña loma de cráneos. Trabajando encima de éste, un maestro artesano labraba con dedicación entre sus largas y huesudas manos lo que otrora debió ser una indiferente calavera, y que ahora se había convertido en una joya de valor incalculable. Un rostro, cetrino y vacío, se dibujaba sobre la cabeza oblonga y lampiña del escultor; una cabeza que reposaba sobrepuesta entre dos amplios y elevados hombros que quedaban abrigados hasta el suelo a través de una pesada túnica negra. Su mirada severa de cuencas sin fondo quedaba fija sobre la filigrana mientras sus dedos rascaban con delicadeza la superficie del hueso. Aunque el Príncipe Esqueleto podría haber detenido la labor del artesano con sólo desearlo, sus propósitos quedaban mucho más allá de esa tumba de cemento con aspecto de ciudad.

El cielo sobre la urbe se percibía algodonado y burbujeante, bañado en su completitud por una suerte de nimbo escarlata a través del cual se filtraba con cierta cobardía la eterna noche creciente. Una fina llovizna de sangre parecía desprenderse del nubarrón, y sin embargo, no se alcanzaba a percibir gota alguna que lograra tocar el suelo». 

—Sobre los Reinos de Yghaygha.

¡iä! ¡iä!

Imagen original de https://koveck.deviantart.com

«Los dones otorgados por el Dios de la Carne resultan extraordinarios si tu sacrificio es también el adecuado y tu lealtad se ofrece de un modo irreversible.
La vieja Babarse lo sabía de buen grado: la mera contemplación del Corazón del Mundo queda vetada a todos aquellos iniciados que no resulten merecedores de ella, y mucho menos el falso tormento con el único objetivo de alimentar una ambición egoista. No obstante, una de sus discípulas, la más rebelde y atrevida, no sólo dudaba de las palabras de su maestra, sino que osó incluso ponerlas en entredicho.

Aprovechándose de su hermosura, la hechicera alcanzó a embriagar mi corazón con habilidades oscuras disimuladas entre sus más cálidas pasiones. Sometiéndome mediante un sopor irremediable fruto de uno de sus infames sortilegios, la bruja en ciernes consiguió la llave de la cámara de sacrificios y logró acceder hasta el altar negro. Allí cercenó su dedo meñique en el nombre de G’hlak y lo ofreció al Corazón del Mundo en espera de la recompensa. Pero la discípula no aspiraba a servir a Su Señor, no pretendía convertirse en uno de sus heraldos. La bruja sólo quería el poder del Dios de la Carne, sólo necesitaba su omnipotente influjo. Pero no se puede engañar a un Dios; no se puede sortear el destino más aciago si éste ha sido escrito para ti. El Corazón del Mundo concedió a la temeraria hechicera una muestra de su caprichoso poder, y nada más se halló de ella distinto de una masa informe de carne putrefacta sobre un amasijo de huesos.

¡Iä, G’hlak! ¡Iä, Azathoth!»

—Extracto del segundo volumen de las obras completas del barón Maximilian von Vaier. Año de 1618, Salem, Massachusetts.

Aislamiento

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«Aunque creemos que la consciencia del yo es una suerte de condición indivisible que nos pertenece por naturaleza desde nuestro nacimiento, mi experimento logró empujar hacia la controversia tan obsoleta e inacertada creencia de la psicología moderna.

El sujeto de pruebas sería encerrado en una sala bien iluminada durante un máximo de treinta días, con la única compañía de un enorme espejo asegurado tras un enrejado y dos rodajas de pan y agua como alimento exclusivo para cada uno de los días que requiriese el ensayo. 

A los cinco días de enclaustramiento, el individuo comenzó a farfullar alargados soliloquios que resultaban claramente ajenos a su reflejo. A los ocho, el sometido ya entablaba incomprensibles conversaciones con su imagen tras el cristal, aunque su ego aún se adivinaba íntegro e indiviso. A los doce, el sujeto ya discutía apasionadamente con su reflejo para evitar compartir con él su reducida ración de alimento. Pero el milagro… El milagro ocurriría a los quince.

A los quince días, la consciencia del especímen había quedado del todo cercenada, su sentido del yo, su ego, quedaba claramente dividido en dos, como una suerte de invidualidad separada por un cristal azogado. El único método que el sujeto encontró para reducir definitivamente a su competidor fue perjudicarse a sí mismo, por lo que, sin mediar palabra, con sus propias manos arrancó sus pellejos de su cuerpo y sacó sus vísceras de su abdomen, profiriendo grotescas y burbujeantes carcajadas de triunfo mientras contemplaba cómo su yo tras el reflejo se precipitaba sin remedio hacia una muerte sin remisión.

Fue un experimento sublime».

—Extracto del polémico tratado sobre neurología «Animae et Mentis» del Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.

De profundiis

Imagen original de https://onychuk.deviantart.com

«Lo que contemplé en aquella desafortunada inmersión quedó grabado en mi memoria con tal intensidad, que ni los más poderosos fármacos han conseguido devolverme el sueño reparador que desde siempre había disfrutado.

Nuestros estudios geológicos detectaron en las profundidades del Mar Báltico la bolsa de combustible orgánico más grande que jamás haya sido descubierta. Incluso siguiendo los cálculos más pesimistas, su volumen neto resultaría de tal magnitud que su contenido podría abastecer al hombre de reservas de combustible fósil durante, al menos, un par de siglos más. Seríamos millonarios, multimillonarios. Ingenuos…

La bolsa se nos presentó tan titánica como habíamos estimado. Su contenido era ciertamente orgánico, tal y como habían indicado nuestros análisis, sólo que su naturaleza resultó ser muy diferente de lo que esperábamos. Un borrón difuso en nuestra memoria nos impide recordar el modo inaudito en el que logramos salvar nuestras vidas, y a Dios le damos gracias por haber arrancado de nuestras mentes la imagen de aquello que habita esas funestas profundidades.

Destruimos nuestros ordenadores, quemamos nuestros documentos e hicimos jurar a nuestros conocidos más íntimos que jamás hablarían a nadie de lo que habíamos descubierto. Ahora, nuestro único temor es que la ambición y la codicia que puebla las altas esferas acabe descubriendo de nuevo lo que no debe ser revelado».

—Texto recogido en el diario de a bordo del doctor en geología Christopher Murdock, director del Equipo de Sondeo del U.S.S. Linconln, el 18 de Noviembre del año 2014.

Ya están aquí

Imagen original de https://delic.deviantart.com

«Aún dudo que mi corazón pueda seguir latiendo cuando repunte el alba. Si estas resultaran ser mis últimas palabras, que al menos sirvan para advertir a los incautos que no deben interceder en los propósitos de fuerzas que no logramos comprender.

Nos creemos poseedores de todo lo que nos rodea, cuando lo cierto es que somos nosotros la posesión de aquellos que nos contemplan. 
Sí, creo que sí… Vienen a por mí. Los oigo detrás de las paredes, bajo el suelo…

Me llaman, pero yo no quiero ir. No quiero ir. El mundo que me ofrecen no es propio para los vivos. No quiero. Ni siquiera es propio para los muertos. No pienso ir. No voy a hacerlo.

Desde siempre, el arma más poderosa de la historia de la creación ha sido la palabra. Las palabras levantaron imperios y los destruyeron; sembraron campos de nuevas ideas y los desolaron; abrieron puertas y las cerraron. Esta noche, yo he conseguido abrir una puerta mediante una palabra…, pero no he sido capaz de volver a cerrarla.

¡Huid! Huid de las palabras prohibidas, pues si fueron apartadas de los hombres no fue en absoluto por capricho, sino por necesidad.

Sí, están aquí. Ya vien»

—Carta encontrada en el estudio del profesor de historia antigua Augustus Schaptz, desaparecido en extrañas circunstancias el 15 de marzo de 1958.

Blasco Duarte

«Sólo uno de mis adeptos llegó a plantear problemas destacables a la Orden. Su nombre era Duarte, Blasco Duarte. Llegó hasta mis dominios desde tierras lusitanas sin hablar ni un ápice de la lengua inglesa. Su verborrea resonaba como una extraña mezcolanza de latín arcaico y portugués tardío, casi ininteligible; pero su corazón latía tempestuoso y su ambición resultaba oscura y tentadora. Habría sido un necio si lo hubiera dejado marchar; y no obstante lo fui, por haber alimentado sin remedio su osadía.

Durante años, su mudo servilismo me fue tan útil como un perro pastor lo era con su rebaño, pero cuando su dedicación le concedió los privilegios meritorios y sus ojos contemplaron por tanto lo que se gesta bajo nuestros pies, el apetito por el Poder Verdadero hizo presa inexorable sobre su estómago y la voz del dios de la carne retumbó en su corazón como cien trombones del infierno. 

Perdí a cinco discípulos antes de poder arrancarle de por siempre su turbulenta vida. Muertos entre sus fauces. Desgarrados sus gaznates y abiertos sus torsos como baúles vacíos; sin dueño, sin contenido, sin propósito. 
Fue una pérdida. Fue una gran pérdida».

—Extracto del segundo volumen de las obras completas del barón Maximilian von Vaier. Año de 1626, Salem, Massachusetts.

Reino de hueso

Imagen original de Zdzisław Beksiński

«Sobre los flancos, altas paredes se levantaban a su avance apuntaladas con las ciclópeas osamentas de criaturas propias de las eras más pretéritas. Enfoscadas con la materia desecada de seres que otrora habitarían el otro lado del umbral, grotescos motivos se hallaban estampados por su superficie sin dejar apenas un ápice de estructura sin algún tipo de ornamentación. Si bien ante los ojos del hombre corriente podrían pasar por macabras representaciones de óbito y de tormento, ante las clarividentes cuencas del Príncipe Esqueleto la belleza contenida entra esas formas resultaba casi del todo insoportable. La cuidada y elaborada rugosidad de los matices plasmados sobre las columnas de hueso invitaron al ánima errante a posar sobre ellas la punta de sus renovados dedos. Fue entonces cuando el que una vez fue un hombre comprendió la magnitud de su reformulado sentido del tacto. El traqueteo de sus falanges sobre los motivos labrados transportaban hasta su mente las vivencias completas de aquellos que ahora yacían frente a él, inertes, tejidos entre sí como el lienzo de una magnífica obra de arte sobre la que los más dedicados y extraordinarios maestros habían depositado sus más soberbias representaciones. Las vivencias de la plebe, de sus líderes, de sus reyes y de sus dioses, burbujeban en su mente como si él mismo hubiera sido partícipe de ellas».

—Sobre los reinos de Yghaygha.