La ambición del discípulo

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«Por norma, solemos asignar el triunfo de las revelaciones a sus anunciados descubridores, cuando la realidad es que aquellos que se consideraron merecedores de los codiciados laureles del éxito, no son más que los sujetos a la retaguardia de los verdaderos conquistadores. Son espectadores que observan pacientemente a los legítimos héroes ignorar sus temores sacrificando su existencia por el progreso de otros muchos, o quizás, por el de unos pocos.
¿Qué sería de Franklin y su electricidad sin el primer hombre que recibiera el impacto inevitable de un rayo sobre su desfortunada cabeza? ¿O del alquimista ibn Hayyan y su ácido cáustico si no hubiera existido un desgraciado que pereciera tras echárselo sin pensarlo por su sediento gaznate? 

A mí, me ocurrió lo mismo.

La codicia es intensa cuando tus objetivos son ambiciosos, pero ¿acaso es necesario arriesgar una vida tan valiosa si puedes animar a las almas más débiles a que ensucien sus manos por tu causa? Ese fue el destino de uno de mis más aventajados discípulos: la primera lectura de los versos de apertura a los reinos de Yghaygha verbalizados en la Lengua Original. Resultó sencillo: sólo me bastó alimentar adecuadamente su ego para que dentro de él mismo floreciera la motivación para dar el paso. Quería impresionarme; deseaba derrocarme. Con su fétida arrogancia saciada de falsos halagos, sólo me quedaba contemplar el tan esperado resultado. 

Ese día aprendí que no es posible abrir las puertas de los dominios del Rey sobre los Doce Tronos sin pasar antes por el arbitrio de las Oteadoras. Ese día, aunque el triunfo resultara mío, el mérito pertenecía a otro».

—Extracto de las memorias de Barabas Varkas, VIII Apóstol de la Orden de los Siervos de Yghaygha. Año de 1981.

La siega

«La más fructífera fuente de vida que la creación puso al alcance de los hombres siempre ha sido la tierra sobre la que trazan sus rutas y dibujan sus senderos. No es coincidencia que las semillas hundan en ella sus raíces para absorber de su naturaleza todo lo que ésta esté dispuesta a ofrecerle. Y si las plantas se sirven de sus dones para florecer de las más diversas y hermosas maneras, ¿acaso no puede la carne beneficiarse también de estos mismos obsequios de vida?
Sólo tres años necesité de esmerada labranza sobre el amplio campo que se extiende a las espaldas de Saltawaters Manor. Fueron treinta los corazones que logré sembrar, y 14 los que alcanzaron a germinar.

Lo más hermoso de todo no resultó el contemplar cómo la vida brota de la tierra sin diferenciar su condición, sino que todos los individuos que surgieron quedaron interconectados en una extraordinaria red de raíces arteriales que convertían a la multitud en un fastuoso todo unitario, cuyo simple visionado trasladaba al éxtasis a cada uno de los poros de mi piel.

Después de la siembra, llegaba la siega».

—Extracto del Cuaderno Rojo.
Salem, Massachusetts, año de 1871.

Judas

«El primer ser al que logré dotar de consciencia plena le puse de nombre Judas; lo moldeé a partir del torso hueco y eviscerado de un pobre inconsciente. El resultado, si bien no alcanzó la perfección que esperaba en un principio, al menos cumplió para con sus cometidos el escaso tiempo que su carne duró sin corromperse.

Su semilla fue una ofrenda traída en una noche tormentosa por una de las discípulas de la vieja Babarse. Un aciaga mañana de primavera, un apuesto muchacho de Kingsport tocaba la puerta de la temida anciana. Sus demandas no fueron de cobijo o alimento, pues no ha lugar a la hospitalidad en el corazón de la más longeva de las brujas; su ruego reclamaba el amor de una joven doncella cuya pasión ya estaba en propiedad de otro pretendiente. «Te daré oro, joyas, o incluso mi propia alma, anciana, si ese fuera el precio que me reclamaras». «A la próxima luna nueva», respondió, «que ambos reposen sobre la cima de aquella loma maldita. Entonces, y sólo entonces, el corazón de la muchacha será tuyo para siempre».

Aquella noche, las discípulas de Babarse abrieron con sus propias manos el pecho descubierto de los amantes, devorando de inmediato el corazón del hombre y entregando el de la mujer al joven que lo reclamaba. El torso desmembrado y decapitado del mártir me sería entregado, más tarde, para que la gracia del Dios de la Carne lo dotara de una vida más útil y servil que la que le habría proporcionado el dios de los hombres».

—Extracto del tercer volumen de las obras completas del barón Maximilian von Vaier, sobre una de sus creaciones. Año de 1618, Salem, Massachusetts.

La vida tras la vida

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«Cuando uno alcanza a dominar casi en su totalidad la materia a la que ha dedicado las últimas cuatro décadas de su vida, la curiosidad termina actuando como un agricultor que mima el suelo sobre el que durante años ha ido sembrando de inquietudes. La solidez de los conocimientos asentados se aplica sobre las ideas postergadas como una suerte de fértil abono que las hace florecer con un brío extraordinario.

Una de las ideas que desde siempre vagabundeó entre los pasadizos más oscuros de mi mente era crear vida de lo que una vez estuvo vivo, haciéndolo sin embargo de una manera un tanto inusual. No se trataría de una mera resucitación del espécimen. No. La cuestión era tratar de animar un compendio de secciones humanas, las cuales, sin un soporte vital complejo y organizado que las unificara, no deberían gozar de derecho a la vida. 

La primera de las pruebas resultó en un éxito rotundo. Tan extraordinaria fue la conclusión del experimento, que la abominación surgida única y exclusivamente de la conjunción de extremidades superiores a un torso deshuesado en el que palpitaba un joven corazón, sostenido éste por un ingenioso sistema de oxigenación de mi propia invención, permitió al engendro sobrevivir sin problemas mayores durante una docena de días. Y sólo fueron doce, porque el monstruo logró escapar de su celda en el sótano de un modo inesperadamente astuto. De no ser así, auguro que podría haber aguantado aferrado a la vida, al menos, un mes más».

—Extracto del Cuaderno Rojo.
Salem, Massachusetts, año de 1862.

Kevin Couture

«Uno de los sujetos que mayor progreso introdujo en mis estudios fue un individuo de Vermont llamado Kevin Couture. El objetivo prioritario del experimento consistía en trasladar la mente del sometido a un estado de desesperación marginal, limítrofe con la enajenación irreversible. Es en ese instante traumático donde el cerebro interconecta con mayor eficacia su sinapsis con la memoria genética ancestral, con el conocimiento más atávico, según los últimos apuntes del doctor Dustin R. Schultz.

La dificultad, por tanto, reside más en el método para llevar al sujeto a tal estado preciso de consternación que el propio estudio del individuo. Con Kevin Couture resultó muy sencillo: un violador sin escrúpulos, pedófilo y anárquico, asesino y estafador, con el sexo fácil y el dinero sucio como únicos intereses. Su mente era la más apropiada; era primitiva, era salvaje, indomeñable; conveniente para ser llevada al extremo de la cordura sin derrumbarse.
Mediante una sencilla cirugía retiré su rostro y su cuero cabelludo.

Seguidamente, cosí sus manos desde las muñecas a una amplia extensión que retiré de la piel de su espalda, y que más tarde tejí sobre su cabeza y cuello a modo de opaca envoltura. Tan solo dejé un pequeño orificio en la parte superior de su cabeza para permitir la entrada de aire, además de poder usarse para suministrarle agua de manera regular. Semana y media después del inicio del experimento, el hambre del sujeto llegaba a un punto irreconciliable con la vida, por lo que el individuo optó por devorar el único alimento que quedaba al alcance de su boca. Ese era el punto exacto en el que el raciocinio cedía ante el salvajismo más primitivo. El momento del estudio había llegado: el velo de sombras que se levanta ante nuestros ojos ocultándonos la realidad se volvería traslúcido».

—Extracto del polémico tratado sobre neurología «Animae et Mentis» del Dr. Elias Thanous, catedrático de Neurología de la Universidad de Boston. Desaparecido el 30 de julio de 1918 en extrañas circunstancias.

Las oteadoras tras la puerta

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«Desde bien pequeños, las doctrinas de las falsas religiones del hombre van hollando el suelo sobre el que caminamos para que nuestros pies encajen en el recto camino que nos van marcando; sus sacerdotes guardan con suma dedicación que nuestros actos enfilen siempre las sendas de la austeridad y de la culpa. De ese modo, sus arcas se van enriqueciendo de las sanciones expiatorias y sus caprichos se colman con el esfuerzo de los penitentes. En cambio, no existen distinciones, trazados rectos, purgaciones ni arrepentimientos en el arbitrio de Las Oteadoras. Y es que ni la bondad, la ingenuidad o la inocencia de nada eximen a los recién llegados del menenester que haya sido elegido para ellos.

En los dominios del Rey sobre los Doce Tronos, tu destino se mide bajo el designio de los ojos de La Oteadora Tras La Puerta. En los reinos de Yghaygha, si no eres escultor, eres escultura».

—Sobre Las Oteadoras Tras La Puerta.
1º volumen de los Tomos de Laorn, sitos en las Bibliotecas de Ónice de Celephaïs.

La lascivia del cardenal

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«Sus esfuerzos por traer de nuevo a Eloisse a la tierra de los vivos no tenían límite, pues tampoco se hallaban obstáculos en sus perversiones. Aunque la novicia hacía centurias que satisfacía los deseos del Rey sobre los Doce Tronos, el cardenal aún guardaba con celo el tercero de la úna copia conocida de los cuatro tomos de Laorn. Aunque se trataba de un texto apócrifo, todavía lograban hallarse entre sus versos indescifrables las claves para invocar a los que ya son siervos del Devorador de Estrellas.

El diácono exigió sin clemencia a sus prelados un hermoso cuerpo en el que Eloisse levantaría su templo, por lo que sus deseos fueron prontamente satisfechos.

Y el hermoso cuerpo inanimado fue traído de nuevo a la vida por sus palabras; y la lasciva Eloisse volvía a posar sus pies sobre el reino de los vivos. Pero Eloisse ya había probado el néctar de los placeres primordiales: ya nada quedaba en el universo conocido que pudiera complacer sus necesidades. La novicia apaciguaba sus indescriptibles deseos con la carne del sacerdote; más tarde, sus ansias encontrarían la calma con la suya propia. Y es que no se puede contener una tormenta en un frasco de cristal, pues su naturaleza es ser libre; libre, para satisfacer los caprichos de su Señor».

—Sobre el Cardenal Marcelo Atto, Diácono de la Curia de Milán, fallecido en espantosas circunstancias el 27 de mayo de 1972.

Eloisse

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«Incluso en los dominios de Yghaygha su belleza resultaba insoportablemente seductora. Sus peculiaridades no hicieron otra cosa que dilatarse aún más al traspasar las puertas del reino del Devorador de Estrellas, y es que el destino de Eloisse no era otro que servir a los insólitos placeres del Rey sobre los Doce Tronos. La lascivia de la joven novicia carecía de límites en la tierra de los hombres: nobles, burgueses, aristócratas, sacerdotes; hasta los santos inquisidores caían rendidos ante el embrujo de su carne, ante el fulgor su corazón; ante la jugosa calidez de su intimidad.

La pasión desatada de Eloisse dejó de ofrecerle secretos que descubrir: hombres, mujeres, niños, animales… Nada quedaba a salvo de su influjo, nadie se salvaba de su caricia pecaminosa. Fue así como la joven acabó buscando en sus heréticas hermanas de las colinas los placeres que la Tierra ya no podía ofrecerle, y es que son muchos los motivos que pueden arrastrarte hasta los dominios de Yghaygha, pues muchas resultan ser también sus necesidades».

—Sobre Eloisse Duclaire, novicia en el Priorato de las Hermanas Celestinas de París, perseguida por herejía y dada por desaparecida en Julio de 1701.

Su Eminencia

«Su Eminencia disfrutaba en secreto de los gozos prohibidos del más abyecto de los pecados capitales: la gula. Su oronda y repulsiva figura no hacía otra cosa que demostrar lo que resultaba del todo evidente. Pero lo que tienen los pecados satisfechos es que requieren tras poco tiempo el ser de nuevo complacidos, y cuanto más se atienden, más intensas deben ser las blasfemias acometidas.

Al arzobispo no le quedaban ya nuevos manjares que llevar hasta sus lánguidas fauces; más allá de los guisos con vísceras de jóvenes inmaculadas o los estofados de recién nacido, al hinchado sacerdote no le esperaban nada más que insípidas desilusiones. Pero la perversión es más astuta que el hambre, pues no es sino el propio apetito viciado por el demonio. 
Fue así como Su Ilustrísima —en connivencia con algunos de sus diocesanos más sádicos— logró conocer a la vieja Babarse, bruja de Salem evitada hasta por los propios oficios inquisitoriales. Babarse le ofreció viandas al arzobispo traídas desde rincones del mundo prohibidos a los hombres, pues son aquéllos dominios propios de dioses antediluvianos. El carnoso clérigo vació tres zurrones de oro a los pies de Babarse, pero ésta no quería el metal, su capricho era disfrutar del tormento de su comensal.

Su Eminencia logró deleitarse con el primero de los bocados; quizás también con el segundo, pero no así con el tercero. Su carne era débil, y su espíritu aún más frágil, así que el pecador obtuvo de este modo su justa sentencia. Y es que no es del hombre lo que no ha sido creado para el hombre, aunque éste venga escudado detrás de las Santas Escrituras».

—Sobre la muerte de Tobias Pulp, arzobispo de la archidiócesis de Essex, Massachusetts, año de 1689.

El último reflejo

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«Ahorrad vuestros inútiles sermones pues de nada me sirven ya. Soy el único responsable de mis actos, soy el único conocedor de sus consecuencias.
Si estás leyendo esta nota es porque no fui capaz de sobrepasar su autoridad; porque mi mente fue débil y su embrujo poderoso. Si tus ojos trotan sobre estas líneas ensangrentadas es porque su reflejo en el cristal resultó tan bello, que mi naturaleza humana fue incapaz de soportarlo. 

Las advertencias se leían claras en aquellos versos malditos; las exclamaciones sobre lo que despertaría eran tan acertadas como abominables, pero el ritual resultó el adecuado y su ejecución, extraordinaria. ¿Y es que acaso se le puede negar a un humilde y dedicado siervo el contemplar la belleza oculta del universo?

Lo único que habré lamentado es no permanecer para ver lo que queda más allá de ese reflejo, lo que no puede definirse con palabras ni abstracciones, lo que desde ahora debe habitar los cimientos de esta morada. Quizás tú si puedas darle la bienvenida, si es que eso resultara mínimamente posible».

—Nota encontrada junto a un cuerpo sin vida y de imposible identificación, rubricada por el puño y letra del doctor Elias Thanous, como última prueba de su existencia, el 30 de julio de 1918, Boston.